Crónica de eventos que no sucedieron

 In Artículos de Opinión

Por Cristian Fonseca. *Director en Cristian Fonseca consultoría en RRPP y organización de eventos.

A

l igual que una máscara veneciana, su boca colorada, es una especie de coraza que no solo la protege de hombres cobardes, sino que por momentos oculta la mujer que quiere otro destino. En aquel santuario cuartetero, a sus 46 años María se deja llevar, de a poco se va despojando de culpas, deberes y fracasos; tanto así que al final parece una niña en tacos repitiendo “quiéreme como te quiero yo”.

En cualquier carnaval, sin importar la cultura ni el objeto pagano, cuando una persona se pone una máscara se despersonaliza, deja de ser quien es para pasar a ser lo que siempre soñó de sí mismo. En ese acto íntimo y cómplice vamos liberándonos de casi todo: roles, responsabilidades, cargas, rótulos, mandatos… para ser ese personaje que siempre quisimos ser. Es ahí donde nos proyectamos y jugamos a ser héroes, valientes, tiernos, bellos y poderosos.

Cada máscara, al igual que los disfraces de muchas fiestas temáticas que se organizan para celebrar los 40, 50 o 60 años, es un elemento simbólico que pone en libertad nuestras emociones, fracasos, temores, deseo y necesidades.

El sábado 7 de marzo fue el último baile de Jean Carlos antes que el gobierno nacional decretara el aislamiento social, preventivo y obligatorio. En un lugar de La Rioja, junto a 7000 personas, están María y sus tres hijos varones que la acompañan a los bailes a modo de custodia de sus pasos ondulantes que no dejan de ir y venir, sincronizados como una máquina que nunca se detendrá.

María sale todos los viernes y sábados del año a bailar, excepto cuando no llega a reunir los 1000 pesos que cada noche, a modo de una fianza, paga por su libertad.  Cuando los pequeños hombres de su casa no quieren acompañarla, prende el celular y a mano siempre encuentra una amiga: una por cada baile, por cada banda, por cada estadio y por cada decepción.

A raíz de la pandemia, María queda sin trabajo y se la rebusca como ayudante de un joven barbero de su barrio. En estos últimos meses participó de un par de bailes realizados vía streaming, “esos días, aunque estaba en mi casa con mis hijos, me pintaba, me ponía tacos que duraban muy poco y bailábamos los 4 en el comedor alrededor de la mesa”.  Esta nueva modalidad de los bailes, tiene la complicidad de las promesas que se les hace a los santos, una especie de ofrenda a los dioses, un sacrificio por donde lo miren que busca mantener encendido el ritual de cada baile. Sin embargo, ninguna transmisión a través del televisor logra encender la magia de cada una y de todas las noches donde María se transformaba.

Ella sabe que en el templo de su religión cuartetera, no es la música la que la transporta ni el humo de hierbas mágicas lo que la anestesia, es el poder de olvidar quien es lo que la hace libre, tanto que se adueña de cada hombre, de muchas miradas, y de todos los roces. En los bailes, Por momentos pierde la noción del tiempo, de lo que está lejos y lo que está cerca, no diferencia lo bueno de lo malo; esa amnesia pasajera la excita y la vuelve omnipotente, dueña y señora de todo.

Muchos y de todo tipo fueron los intentos de los Organizadores de Eventos y Productores de Espectáculos para re pensar la actividad, que es una de las más golpeadas por la Pandemia y que aún hoy no logra activarse a pesar de las “nuevas” alternativas virtuales, hibridas, online o como la quieran denominar. Es que nada puede reemplazar el efecto de todo vínculo humano primitivo de tocarse, mirarse, rosarse, abrazarse, que son algunos indicadores que determinan el espíritu de todo evento popular.

Para el cantante Jean Carlos, su ultimo streaming fue significativo y por ahora inolvidable: “subí al escenario con toda la alegría y la energía del “volver” y bajé con mucha tristeza, parecía que estaba otra vez cantando en la cárcel”. Los bailarines que cada fin de semana se concentraban en muchos espacios de nuestro baile popular, pagan un precio injusto por divertirse, reencontrarse, identificarse, pero sobre todo “escaparse”.

Los hijos de María son lo único que la atan a esta realidad inaceptada cuando ella sale a bailar, “si no estuvieran conmigo en esas noches, sentiría que estoy sola en el paraíso, que después de un accidente mortal, llegué al cielo feliz, bailando, mirando a los demás desde arriba sin importarme nada”.

A las 21 pica algo liviano para luego empezar a producirse como una artista añejada que teme a la respuesta de sus conocidos, la que duda si la quieren de verdad y a la que le angustia que descubran el paso dañino y doloroso del tiempo. Maquilla con afán toda su cara, el cuello y su pecho también.

Las amigas se ríen de ella, aunque el caso les parece serio, es la única especie de la tribu cuartera que no para de llorar mientras baila. El hecho es así: cuando empiezan los primeros compases de una lista extensa de temas de Jean Carlos, La Konga, Dale que va y Banda XXI, el mentón se le eleva, su boca es como la sonrisa de un dibujo animado, la nariz parece llevarse todo al interior de un solo tirón, los ojos al natural se cierran cansados y su cara lentamente se mueve en zig zag mientras susurra gemidos vergonzantes; las manos sueltan a su compañero o compañera y sincronizadamente se sacuden como el saludo emotivo de una segunda princesa en un festival del interior del interior. Sus pies parecen levitarse iniciándose así el trance. Este suceso dura un tiempo que no se mide con reloj, es como las horas que pasan cuando estas con la persona que te gusta.

En aquel viaje extasiado, sola entre la multitud, frágil como una hoja en pleno remolino de tierra, las lágrimas en la mejilla que surcan hacia el cuello es lo único “raro” de esta mujer poseída en pleno baile.

“Busco que la gente se divierta, se entretenga” dice Jean Carlos, el ídolo de María. “Ver a la gente sentada silla de por medio, levantando la mano hasta para ir al baño, quietos e inmovilizados, me causa mucha tristeza”.

Los eventos como todo acto comunicativo, se constituyen en un escenario semiótico donde cada uno construye su propia experiencia, proyectando sus necesidades, deseos y expectativas.

El profesional de los eventos, es como un director de teatro que sabe disponer de un amplio repertorio de elementos significativos (decorados, luces, vestuario, entre otros) para que cada espectador se proyecte en ellos y viva por si solo una experiencia, donde la conciencia y la inconciencia despilfarren hasta los más resguardados impulsos. La Experiencia se vuelve así única y subjetiva, mientras aquel director pierde el control de los efectos y es el público ahora “co-productor” de sus propias emociones y sentimientos.

El objeto de los eventos como herramienta de comunicación y motivación, no son las mesas decoradas ni las pantallas leds; son los sentimientos y las emociones de la gente. Con aquella materia prima trabaja el organizador de un evento, el resto es parte de los recursos técnicos que crean el clima pertinente para que cada persona se zambulla en su propia fantasía.

Le llaman “Teoría de los climas”, a lo que sucede cuando una persona ingresa a un evento y comienza a percibir todos los elementos significativos externos sobre el que no tiene control y como resultado crea un clima interno que si puede controlar construyendose así la propia y real experiencia. Por ejemplo: si ingresamos a un salón que está iluminado con un color frio (clima externo) al percibirlo y conceptualizarlo, puede que provoque en nosotros una sensación de calma, tranquilidad o exaltación (clima interno) el que si podemos controlar, porque está en nosotros dejar de sentirnos así en un instante.

Don Galo es un asiduo asistente al festival de doma y folclore de Jesús María, tiene su casa a 180 kilómetros del predio de uno de los eventos populares más importante de América Latina. Trabaja en el campo con toda su familia, 12 entre hijos, nietos, yernos, nueras y mujer. La mayoría colabora en las tareas que les llevan los animales y la chacra, y solo 4 responden a un patrón realizando tareas más operativas para una estancia.

Todo ese clan saca sus vacaciones los 10 días que dura el festival y empiezan su peregrinar un día antes del inicio de la primera noche y regresan a su pago al amanecer de la última luna festivalera.

Acampan todos en el patio trasero de un viejo familiar en Tronco Pozo (Colonia Caroya) y apenas va asomándose el sol, el milagro de una Ford de los años setenta parece abrir de golpe los viejos plátanos caroyenses de la avenida ancha cuando regresan a dormir.

Galo dejó la escuela primaria en cuarto grado cuando ya tenía la edad para ocuparse de las tareas del campo. Si bien su familia criaba animales y cultivaban lo poco que consumirían, vivían en la pobreza, con actitud de pobres donde estudiar era un privilegio de gringos que sólo se integraban al resto en el patio de la escuela. Allí se juntaban todos sin diferencia de clase, procedencia, historia y zapatos.

Hoy, Galo tiene las fuerzas del motor de su Ford setentoso, la vista de un murciélago en peno eclipse, y la memoria ya hace de la suya robándose hasta los recuerdos que duelen y que se aquerenciaron con fuerza. Una vez al año el olvido lo atrapa cuando florecen los duraznos de la colonia. Apenas recuerda el año y el color de sus prendas, algo que no merece mucho esfuerzo porque siempre tuvo la misma ropa de diario y la de ir a la escuela. Era un día en que las plantas olían rico y las abejas se esquivaban entre ellas, debía estar en la escuela pero su padre no lo dejo ir, tenía que cazar anguilas en el pozo de los vecinos que duermen largas siestas para tener así algo de carne en la mesa. Llegó a su casa con esas especies de animales salvajes degollados con un alambre y se encontró con dos vecinos parados en la tranquera atajándose con sus sombreros del sol, eran los miembros de la recién creada cooperadora de la escuela.

Esta es la parte donde no recuerda bien la historia, pero si puede hilvanar la vergüenza que sintió cuando aquellos gringos, padres de sus compañeros les decían a sus padres que ellos les iban a dar el desayuno si llegaba media hora antes a la escuela y luego se integraba a la clase. Que había sido una decisión unánime en la presunta asamblea de la precaria cooperadora, darles desayuno a los niños que no podían alimentarse bien a primeras horas del día.

Entre los recuerdos, se filtra la imagen de ese gringo “buenudo”, generoso y trabajador que en las mañanas de primavera le preparaba el desayuno a él y a otros 10 compañeros que sus padres habían decidido que dejaran la escuela, no solo por falta de comida, sino por un resentimiento nunca curado, que limitaba las posibilidades de una vida mejor y merecida.

Cuando inició el segundo gado, ya eran un par más los gringos que ayudaban alimentar a Galo, sus hermanos y otros niños que parecían grandes.  Aquella Cooperadora era un oasis de ternura y entrega al otro. Aquella media hora antes del campanazo de ingreso, era el mejor recreo y no solo por el aroma a pan con azúcar y vainilla, sino por la dulzura de aquellos gringos y gringas que compartían todo lo que sus hijos también disfrutaban en sus propias mesas.

La noche del sábado 17 de enero del año 2020, fue la más convocante de los últimos años del festival, más de 30.000 personas dentro del predio y otro tanto en los alrededores. Como un deja vu con aquel patio de la escuela donde los gringos se juntaban con los “negros”, en el campo de la doma se estaban integrando los fanáticos del Chaqueño Palavecino y los de Los Palmeras. La familia Galo estaba ubicada en una mesa imperial de una marca desconocida de cerveza, pero bien empotrada en el piso de tierra y con la mejor vista del escenario; marcando así otro hito en la historia de Jesús María.

La mujer de Galo, es su sombra, literalmente. Siempre esta ella detrás para alcanzarle las cosas, cerrarle las puertas, apagarle las luces y escuchar el silencio de sus conversaciones en la tardecita. Su historia es la peor de todas, aun mas porque a ella la memoria no le falla y se ensaña en liberar el dolor, la soledad, el hambre y la desolación. Su vida la sabe guardar herméticamente en secreto y como no hay símbolos que la confirme, ella se siente aliviada: no hay fotos, no hay objetos familiares, no hay vestido de casamiento, no hubo cumpleaños ni regalos románticos de esos que se guardan en cajitas de madera con flores secas y medallitas de vírgenes todopoderosas.

Aquella noche, la última edición del festival que don Galo fue a Jesús Maira, el humo de los choripanes y su catarata en el ojo derecho fueron la excusa de su llanto en silencio, disimulado por lo callado de su forma de expresarse siempre. Pidió silencio en la mesa con un shhh agudo cuando el maestro de ceremonia a los gritos comentaba el destino solidario de los fondos que obtiene el festival. Solo con un ademan de su cabeza, indico a sus nietos que miraran al escenario y escucharan que se hace con la plata que se recauda en cada noche festivalera. Debía quedarse grabado para siempre en la cabeza, las manos y el corazón de sus nietos el espíritu altruista de este evento popular, que año tras año un puñado de hombres reviven y custodian.

La Edición 55 del Festival, la última en realizarse hasta hoy, arrojo una utilidad de 18.630.000 pesos para ser repartida en las 20 escuelas de Colonia Caroya, Jesús María y Colonia Vicente Agüero. Pero no solo el beneficio es para estas cooperadoras, sino que el Festival de Doma y Folclore de Jesús María genero un movimiento económico superior a los  600.000.000 de pesos en la región, según autoridades de la Comisión Organizadora.

Durante “la doma”, Las cuentas diarias de cada comida de la familia de don Galo osciló los 8000 a 9000 pesos, digo la mujer del clan, lo que parece depreciarse si se lo mide con una taza de leche y pan con azúcar y vainilla. Nadie le quita de la cabeza a don Galo que esa plata tiene un final feliz, que muchos chicos debían agradecer porque pueden seguir en la escuela mereciendo lo que es justo.

Los eventos, en su dimensión simbólica, tienen un componente denotado y otro connotado. En éste último, están los sentidos y significados que cada espectador crea y produce cuando se sienta a ver un espectáculo o come en un evento. Es el espectador, público, destinatario, receptor o invitado el que verdaderamente “hace el evento”, produce el espectáculo y crea un festival; y lo construye proyectando todo lo que su mente y su corazón resguarda, le perturba o lo tranquiliza.

En la historia del festival, hay otro hecho significativo para aquel 2020 que también debería escribirse como extraordinario además del record de 198.000 entradas vendidas, y es que aquella mujer del clan, oculta en su propia sombra, se iluminó de repente encandilándolos a todos.

En la mesa imperial de don Galo, todos masticaban despacio y aun sentados parecían granaderos que custodian la casa de gobierno, siempre el respeto se servía en la cena, nunca estuvo permitido en la mesa mirar el televisor, escuchar música o que las nueras y yernos usen el celular mientras se come. Pero estos 10 días era la excepción a todo, comían en silencio mirando el escenario general de la doma que parecía salirse de cuadro con las proyecciones de luces y las sombras de los fanáticos del Chaqueño.

Supieron con exactitud que el hecho extraordinario comenzó en el estribillo de aquella canción: “…Vuela, vuela muy alto que no te alcancen
buitres de barro, esos que solamente tiran el carro…”. Llorar no estaba considerado entre las faltas en la mesa, o al menos el llanto desconsolado de una madre, por lo que siguieron en respetuoso silencio los comensales, pero sí dejarando de masticar.  Con ese gesto buscaban parar el tiempo, poner un paréntesis que aclare el motivo de ver por primera vez a esa mujer llorar delante de su marido, hijos, nietos, mueras y yernos. La canción seguía de fondo en la escena, que se hacía más emotiva por el primer plano de los ojos cariñosos de los hijos y el gesto de acercamiento del patriarca. Nadie de la familia puedo explicar el motivo de aquel desahogo, tal vez porque no hizo falta.

Sin eventos, sin festivales no hay historias, no hay experiencias ni vida que recordar. Sin los eventos la vida es solo eso, algo que sucede, pero que cobra sentido cuando uno se involucra emocional y sentimentalmente para hacer propio el momento y sentirse libre, espantar los miedos y las resignaciones, negociar con el dolor, agradecer, re conocerse, alegrar y acompañar.

Sin los eventos, hay canciones, pero no música; sin los más de 800 festivales que tiene la provincia de Córdoba, no hay espacios para conocerse y reconocernos, sacándonos de encima la realidad que se hace cada día más insoportable. Pero igual la gente, los públicos, los asistentes o los espectadores seguimos buscando nuevas formas de ver, de mirar y  escapar, para que cada momento sea una experiencia que valga las ganas vivir y recordar.

 

Aclaraciones finales:

María desde diciembre propuso que en la barbería los clientes elijan la música que quieran escuchar mientras se los atiende, creó un grupo de whatsapp que ella misma administra y donde saluda por los cumpleaños recreando las letras de sus cantantes favoritos y de vez en cuando envía consejos de como sentirse mejor.

Don Galo hizo hacer por su yerno una galería hacia el oeste, así mientras se pone el sol matea con su mujer, esperando la noche con esa sola compañía.

 

 

 

Cristian Fonseca.

Comunicador Institucional. Docente de Psicosociología aplicada a los eventos, en la carrera Organización de Eventos.

 

 

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